Luna Rubia

“Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución. Nunca imaginaron un destino tan singular. Lloviera o tronase, llegaran agitadores de fuera o noticias de tierras prometidas fuera de su lugar, lo único que querían era permanecer en sus pueblos y aldeas, puesto que en ellos habían crecido y en ellos, también sus antepasados, por centenas de años...”

Cuando estudiamos a John Womack, no fui suficientemente asertiva para establecer una conexión entre aquellos campesinos y mis propios antepasados. Recorrimos por semanas a los principales autores y “Zapata y la Revolución Mexicana” es uno de los textos imprescindibles para entender el siglo XX. Yo terminé el semestre relacionándolos solo con los campesinos de El Llano en Llamas, no más.

La parte de la revolución que aborda Womack trata el conflicto como se vivió en la zona tórrida de Morelos y Guerrero y ya que esa zona era nuestro paso obligado para ir al mar, en mi mente solo estaban historias negras de zafra y molinos de azúcar trabajados hasta la muerte o la mutilación.

Los cañaverales que bordean la carretera después de Cuernavaca avisan del cambio de clima y el verde dulce, alto y maduro alimentó mi imaginación en muchos viajes, tan centrada como estaba en el XVII.

Pero la Revolución Mexicana comenzó en 1910. Mis abuelos vivieron esos tiempos -y quizá también los tuyos- cuando la clase empresarial veía en el campo la única posibilidad de progreso y es que por todo el mundo resonaba el metal de la industrialización.

Se les ocurrió que echar a los campesinos de sus sitios ancestrales para traerles el progreso terminaría de una vez por todas con el espanto del siglo XIX, el de las invasiones extranjeras, las independencias, los gobiernos itinerantes y la pérdida de la mitad del territorio.

Sí, había que darle vigor a esta nación joven, que apenas un siglo antes había cancelado accidentadamente a España como su dueña.

Porfirio Díaz le había dado cierta continuidad y pacificación al gobierno por 34 años, pero cuando fue obligado a exiliarse, el rumbo que tomaría México volvió a ser muy incierto. Bajo la luna rubia las noticias acerca de lo que se haría con la tierra hicieron arder el campo en rumores. Amenazados y desconcertados, los campesinos se rebelaron, empezaron a ir y venir líderes que los juntaban en grupos y se movían como la marea, arrasando pueblos, saqueando y muriendo ellos mismos de hambre y nostalgia. Dejaron su tierra amada para defenderla y se les fue en ello la vida y el incendio que iniciaron se prolongó por diez años hasta que se detuvo, un millón de muertos después.

El padre de mi abuela se fue con la “bola”, un grupo mixto de jornaleros convertidos en guerrilleros y las mujeres que los siguieron -o se robaron- siguiendo el rumor en turno que dictaba que tal región era aliada un día para convertirse en enemiga al siguiente.

Mi bisabuelo peleó con sus manos desnudas. Peleó con palos y piedras, montando en caballos robados, recorriendo a pie la zona helada aledaña a Toluca y más allá. De ahí somos.

El árbol genealógico que comencé en diciembre tiene en sus actas de nacimiento a testigos cuyo oficio una y otra y otra vez era ser jornalero o peón. La revolución llegó a su pueblo y se llevó a los hombres más jóvenes, a los más fuertes y ¡qué paradoja! su anhelo de tranquilidad causó una lucha cruenta; un viento de muerte que luego de una década colocó a los ganadores en el poder, cuando se institucionalizó la Revolución.

G412-FLB es la nomenclatura para mi abuela paterna en mi árbol genealógico. El bisabuelo, su padre, está marcado como Desconocido. Se dice que regresó a los años, hecho un guiñapo, barbón, perdido. No tenía muchas motivaciones: su esposa había muerto de parto, dejando a dos – ¿quizá tres? - niños, entre ellos a mi abuela, que un tío recogió.

Llevo meses investigando y no encuentro nada más. Por los relatos, sé que la abuela, huérfana, unió su destino al abuelo heredero, en un matrimonio adolescente que no fue bien visto.

Cierro los ojos y puedo dolerme de su infancia, de la miseria en que dejó de ser niña, escondiéndose en las enaguas de las mujeres, para que los revolucionarios no se la llevaran, o hundiéndose en el río hasta el sofoco, mientras el tío rezandero se preguntaba a oscuras qué sería del otro chiquillo a su cargo, que se perdió en un delirio mental: demasiada locura entre tantos y tan cambiantes paladines, demasiada hambre, demasiado horror.

Puedo hacer una reverencia en señal de respeto ante su vida. Ella, que se nutrió por años de tortillas de masa mezclada con hojas y raíces, lunas rubias, se sentiría muy orgullosa de visitarnos y ver que las tortillas, que alimentaron su cuerpo, generan ahora nuestro sustento a 4,815 kilómetros de distancia.

De ellas se alimentan cientos de jornaleros también, cientos de trabajadores de la tierra que vienen a Vancouver cada año. Por ella, por nuestros antepasados peones y jornaleros, es que donamos incansablemente, mientras yo busco en desvelo los datos para continuar tejiendo su historia.

Hoy que puedo honrar tu historia con los fragmentos perdidos en la Revolución, te digo, abuela, bajo la misma luna rubia, que te llevo en mi corazón.

tortilla-1596208_1920.jpg